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domingo, 27 de mayo de 2012

Biografía de Roy Berocay


Roy Marcos Berocay (1955, Montevideo) es un escritor, músico, compositor y periodista uruguayo reconocido por ser un importante exponente de la literatura infantil.1 Publicó en 1985 su primera novela, Pescasueños. Después se dedicó a la narrativa para niños y jóvenes.

Es casado y tiene cinco hijos. Vivió con sus padres en Chicago, Estados Unidos desde 1964 a 1969. Cursó estudios secundarios en el liceo de Atlántida. Desde la adolecescia integró distintos grupos de rock, como Silos o Dekada Luego fue guitarrista y cantante del grupo de rock y blues El conde de Saint Germain y miembro de la banda de rock La Conjura hasta 2008. Desde entonces integra junto a dos de sus hijos, Pablo y Bruno, el trío Ruperto Rocanrol, de música infantil. Con este grupo editó en 2008 el libro-disco Ruperto rocanrol y otras bobadas. En 2010 volvió a unirse al Conde de Saint Germain. Entre 1980 y 1982 fue cronista policial de El Diario y corresponsal de la agencia de noticias Reuters en Uruguay. Dentro de sus labores como periodista colaboro con diferentes revistas como El Dedo, Guambia, Zeta y la revista Tres de Montevideo.2
En 1985 publicó Pescasueños, su primera novela. En 1989 inició su carrera como escritor de literatura infantil con Las aventuras del sapo Ruperto. Desde entonces ha ganado cuatro veces el Premio Bartolomé Hidalgo, entre otros. Sus libros también se han publicado en Argentina, Brasil, México, Colombia, Bolivia, Perú y Venezuela.
En 2011 Roy Berocay y el Diario El País lanzaron una colección de libros llamada Colección de relatos del Bicentenario.
  
Obras
  • 1985 Pescasueños
  • 1993 Pateando Lunas
  • 1994 El abuelo más loco del mundo
  • 1994 Las aventuras del sapo Ruperto
  • 1995 Ruperto de terror III
  • 1997 Ruperto detective
  • 1997 Lucas, el fantástico
  • 1998 Siete cuentos sin sapo
  • 1998 Pequeña Ala
  • 1999 Ruperto insiste
  • 1999 Ruperto al rescate
  • 1999 Los telepiratas
  • 1999 Babu
  • 2000 Un mundo perfecto
  • 2001 La niebla
  • 2001 El país de las cercanías
  • 2002 El país de las cercanías 2
  • 2004 Tan azul
  • 2005 Las semillas de lo bueno
  • 2006 Ernesto el exterminador de seres monstruosos
  • 2007 Juanita Julepe y la Máquina de Olvidar
  • 2007 Juanita Julepe y el Río de Zombis
  • 2008 Ruperto rocanrol y otras bobadas
  • 2010 Ernesto el exterminador y el increíble mundo más allá de Sayago
  • 2009 Ruperto y el Señor Siniestro
  • 2012 La gira de la felicidad 2

Biografía de Francisco Espínola



Francisco Espínola, llamado habitualmente Paco Espínola (San José, 4 de octubre de 1901 - Montevideo, 26 de junio de 1973) fue un escritor, periodista y docente uruguayo perteneciente a la «Generación del centenario

 Realizó en San José sus estudios primarios y liceales, y en Montevideo inició sin completar el bachillerato de Medicina Luego de esto sus padres lo inscribieron en el liceo San José de la Providencia. Se inició en el periodismo colaborando en publicaciones de su ciudad natal y de Montevideo.
Participó de la revolución armada contra la dictadura de Terra y fue capturado como prisionero en la acción de Paso de Morlán en 1935.1
Escribió cuentos para niños, novelas y obras de teatro. Fue un docente nato y ejerció como profesor de Lenguaje y de Literatura en el Instituto Normal de Montevideo desde 1939 y de literatura en Enseñanza Secundaria, desde 1945 y de composición literaria y estilística en la Facultad de Humanidades y Ciencias, a partir de 1946. En 1961 recibió el premio Nacional de literatura.
También se destacó como narrador oral y su voz leyendo sus propios cuentos fue registrada en un fonograma coproducido por Sodre y Antar en 1962. El mismo fue reeditado en casete por Ayuí / Tacuabé en 1987 en el volumen Paco Espínola cuenta, vol. 1, aunque con una versión de Que lástima! distinta al del original. Otras grabaciones que hasta el momento no habían sido editadas fueron lanzadas por el mismo sello en casete en 1999 con el nombre de Paco Espínola cuenta, vol. 2. Finalmente, ambos casetes algo ampliados fueron reeditados en CD en el año 2001.2
En sus últimos años se adhirió al Partido Comunista de Uruguay. Paco Espínola falleció en la noche del 26 de junio de 1973, en vísperas del golpe de estado que dio inicio a la dictadura cívico-militar que se extendería hasta 1985.

Biografía de Horacio Quiroga

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.2 Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.
La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de cáncer de próstata.         
                    

Nacimiento

Horacio Quiroga fue el segundo hijo del matrimonio de Prudencio Quiroga y Pastora Forteza. En el momento de su nacimiento, su padre había sido, por dieciocho años, el Vice-Cónsul argentino en Salto. Antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879 su padre murió al dispararse accidentalmente con una escopeta que llevaba en la mano.
                                        

"Blancanieves y los siete enanitos"

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.
A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.
Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.
Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.
Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.
-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?
Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.
-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.
Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.
Pero ellos le advirtieron:
-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.
La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.
Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.
Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.
-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.
Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

Cuentos infantiles.

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"Pequeña ala" Roy Berocay

Esta breve novela es tan sencilla que inicia hablando de su propia modestia, como si hubiera que justificarla. Lo que ella cuenta, nos dice el narrador-protagonista, no es una de esas historias superimportantes que cambian la vida de las masas. Pero, nos aclara, gracias a las experiencias aquí narradas logró comprender algunas de las cuestiones más importantes de su propia vida. La verdad, a Pequeña ala del autor uruguayo Roy Berocay no le hace falta nada más para imponerse al lector como una lectura emocionante y significativa.
Publicado por primera vez en Montevideo, en 1998, el libro abarca una etapa crucial para Sebastián, quien nos relata, entre otras cosas, el descubrimiento de su vocación y las delicias y sinsabores de su primer amor. La pasión de Sebastián es la música, por lo que busca conformar una banda en la que él se encargaría de tocar la guitarra. En el proceso de reclutamiento de los integrantes, el joven conoce a una chica llamada Eliana que, además de entrar a la banda como baterista, le pone el mundo de cabeza al convertirse en su novia.

Pequeña ala relata, además de la relación primeriza entre Sebastián y Eliana, las dificultades del grupo para conformarse como tal,  la excitación de los primeros conciertos, el descubrimiento del mundo adulto, que puede ser cruel e injusto, así como la decisión del protagonista de dedicarse de lleno a la música u optar por otro camino.
La desmesura e inocencia de los sueños juveniles es la materia prima de este libro. Si bien es cierto que el mundo no está, por desgracia, a la altura de nuestros deseos, ¿esto quiere decir que debamos renunciar a ellos, o, por el contrario, emular al Quijote y darle al mundo lo que no tiene, lo que no se atreve a inventar por creerlo imposible?

"El almohadón de plumas" Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

"El hombre pálido" Francisco Espínola

Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.
A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.
En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija.
El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana.
En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero.
-¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.
-¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.
-No lo conozco.
La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.
-Buenas tardes.
Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.
-Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón.
-Sí, es mejor. Aquí, no más.
El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco.
-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.
-De Belastiquí.
-¿Y va?
-Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche...
-Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en todo
caso.
-¡Como no!... Estoy acostumbrao.
La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón.
Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie...
La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:
-A ver, aprontá un mate.
Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo.
Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas.
Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha...
¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda.
Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones...
Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él.
Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate.
Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido.
-¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste.
Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.
Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.
-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere.
-Se agradece.
-¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja.
-Buenas.
Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.
El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil.
El fogón, mal apagado, quedó brillando.
II
Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama.
A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...
En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa.
Era un negro.
-¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso.
Sombrío el otro respondió:
-Sí
-La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos.
-No. No empezamos.
-¿Qué hay?
-Hay que yo no quiero.
-¿Qué no querés?
- Sí, que no quiero.
- ¿Pero estás loco?
-Peor pa mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.
-¿El qué?
-No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.
-¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito.
-Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.
-Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!
-Es que vos tampoco vas a ir.
-¿Desde cuando es mi tutor el que habla?
-Desde que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga.
-¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido.
Venite no más- y desenvainó su cuchillo.
-¡Callate, negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba.
A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax.
-¡Jesús, mama!- exclamó el negro.
Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.
El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito.
-¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía que no, y el que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!...
La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.

"El solitario" Horacio Quiroga



Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no
tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo
su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como
las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad
comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años
proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba
negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de
origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto
enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus
vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil--artista
aún,--carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo
cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de
codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para
arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al
transeunte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos
trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María
deseaba una joya--¡y con cuánta pasión deseaba ella!--trabajaba de
noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus
chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las
tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del
engarce. Pero cuando la joya estaba concluída--debía partir, no era
para ella,--caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se
probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por
ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y
la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
--Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti,--decía él al fin,
tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en
su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a
consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim
prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer
se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda
tranquilidad.
--¡Y eres un hombre, tú!--murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
--No eres feliz conmigo, María--expresaba al rato.
--¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz
contigo? ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo!--concluía con
risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer
tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los
labios apretados.
--Sí... ¡no es una diadema sorprendente!... ¿cuando la hiciste?
--Desde el martes--mirábala él con descolorida ternura--dormías de
noche...
--¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba.
Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y
apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un
ataque de sollozos.
--¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para
halagar a su mujer! Y tú... y tú... ni un miserable vestido que
ponerme, tengo!
Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede
llegar a decir a su marido cosas increíbles.
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo
menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus
joyas, Kassim notó la falta de un prendedor--cinco mil pesos en dos
solitarios.--Buscó en sus cajones de nuevo.
--¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
--Sí, lo he visto.
--¿Dónde está?--se volvió extrañado.
--¡Aquí!
Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el
prendedor puesto.
--Te queda muy bien--dijo Kassim al rato.--Guardémoslo.
María se rió.
--Oh, no! es mío.
--Broma?...
--Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser
mío... Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim se demudó.
--Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
--¡Oh!--cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la
puerta.
Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó
y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba
sentada en la cama.
--¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Qué soy una ladrona!
--No mires así... Has sido imprudente, nada más.
--¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide
un poco de halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!
Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
admirable que hubiera pasado por sus manos.
--Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre
el solitario.
--Una agua admirable...--prosiguió él--costará nueve o diez mil pesos.
--Un anillo!--murmuró María al fin.
--No, es de hombre... Un alfiler.
A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer.
Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante
ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.
--Si quieres hacerlo después...--se atrevió Kassim.--Es un trabajo
urgente.
Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
--María, te pueden ver!
--Toma! ¡ahí está tu piedra!
El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.
Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo
la mirada a su mujer.
--Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
--No--repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos
le temblaban hasta dar lástima.
Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en
plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían
de las órbitas.
--¡Dame el brillante!--clamó.--¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
¡Dámelo!
--María...--tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
--¡Ah!--rugió su mujer enloquecida.--¡Tú eres el ladrón, miserable!
¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a
desquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca,
¿eh? ¡Ah!--y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando
Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de
un botín.
--¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,
Kassim miserable!
Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
--Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.
--¡Mi brillante!
--Bueno, veremos si es posible... acuéstate.
--Dámelo!
La bola montó de nuevo a la garganta.
Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.
María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con
ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
--Es mentira, Kassim--le dijo.
--¡Oh!--repuso Kassim sonriendo--no es nada.
--¡Te juro que es mentira!--insistió ella.
Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.
--¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.
Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las
manos, lo siguió con la vista.
--Y no me dice más que eso...--murmuró. Y con una honda náusea por
aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fué a su cuarto.
No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vió luz en el taller; su marido
continuaba trabajando. Una hora después, éste oyó un alarido.
--¡Dámelo!
--Sí, es para ti; falta poco, María--repuso presuroso, levantándose.
Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos
de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante
resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fué
al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la
blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fué al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi
descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el
camisón desprendido.
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura
inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno
desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler
entero en el corazón de su mujer.
Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de
párpados. Los dedos se arqueron, y nada más.
La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un
instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el
solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces
retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

viernes, 25 de mayo de 2012

"A la deriva" Horacio Quiroga


El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.